Thursday, May 06, 2021

agua de jade

 


Un velo con un tocado de monedas baña su rostro, acaricia su cuerpo la seda más fina y deja entre ver unos labios rojos, unos ojos misteriosos una mirada que brilla como una lámpara mágica que pide por los poros que la acaricien para sacar su genio y concederte tres deseos, puede hacerte rico con todos sus tesoros, y yo solo quiero uno, solo pido uno, o en realidad sí son tres, que me quiera de alma, corazón y pensamiento tan magnifica mujer, la princesa de los Isibiyies es preciosa, es una fantasía, la miro en los momentos de descanso y pienso que no es de verdad, es un espejismo, es este sol abrasador que lleva solo la sombra de la muerte consigo que nubla mi pensamiento y me juega malas pasadas, pero de noche, al remanso del fresco y de la luz de un millón de estrellas, ya más calmado la miro y le leo poemas o cuentos donde ella es mi musa sin saberlo, me da paz en el alma en mis jornadas duras y en mis momentos malos que son muchos, cada vez más, mi salud es mala desde niño y en este desierto como explorador de sus carceleros me estoy apagando como una vela, la llevan presa, es cautiva del ejército nazi, Hitler en su afán de encontrar todas las reliquias del mundo ha enviado a una partida a buscar el cáliz del agua de jade, y para que los Isibiyies no fueran un problema y evitar ataques o represalias por profanar sus tierras o el templo sagrado han secuestrado a la única hija del gran rey, la princesa Isthar, no se ven, pero están ahí fuera, al acecho, esperando el momento en el que puedan caer sobre los soldados alemanes y vengar la afrenta, los alemanes son muchos, fuertemente armados, camiones con soldados, carros de combate, yo soy el explorador, tuve la desgracia, la mala suerte de aprender el idioma del pueblo del desierto y soy el único que puede leer unas cartas y un mapa que los altos mandos del ejército alemán llevan siempre consigo, estoy amenazado de muerte o de que puedan asesinar a la familia, a mi madre y hermana que están en la ciudad rezando por mi salud y por un feliz regreso a casa, no sé una mierda de la leyenda del cáliz del agua de jade, nunca lo había oído y ahora ando buscando el supuesto templo donde debe estar oculto, el templo de la diosa Astarté, en el desierto solo hay arena, escorpiones, serpientes y más arena, caminamos muy despacio, los días se hacen eternos, y mi salud me recuerda con fuertes dolores que no voy a llegar a viejo, mi padre murió ante mis ojos cuando le dijo al comandante alemán Snipeworten que se podía meter todo por el culo y el tipo se lo tomó a mal y le pegó a sangre fría cuatro tiros en el pecho y con el cuerpo roto en el suelo un quinto disparo de gracia justo entre los ojos, lo estrangularía con mis manos pero me voy a quedar con las ganas, Isthar sana mis heridas, las que se ven y las que no se ven, me habla de su pueblo, de su historia, de sus costumbres, me habla del templo, de su leyenda, que son guardianes del templo y de todo lo que guarda, que desconocen su verdadera ubicación para que no pueda ser encontrado, que cuentan los ancianos, que solo un hombre pudo penetrar en el corazón del templo, un caballero templario Eric el galo, pero que la colera de Dios no lo dejó salir, y que como castigo su alma no descansaría jamás y lo mandó ser el protector y el guardián de todos sus tesoros, si alguien osaba entrar no volvería a ver la luz del sol, y yo me quedaba dormido con su suave voz, soñando con la luz de sus ojos y de su sonrisa, soñando con el sabor de su piel y de sus labios rojos, como por arte de magia nos atrapó una tormenta de arena, una enorme, que lleva dos días con sus dos noches azotando sin dar un respiro, al menos me sirve para descansar, para tener un rato para mis pensamientos, para poder disfrutar de la compañía de la princesa de los Isibiyies, es una mujer fascinante, culta, fuerte, tiene un aire de hechicera, un aroma a ángel, se mueve como una guerrera y tiene un genio indomable, es un tigre enjaulado, se le ve en el brillo de los ojos cuando mira con desdén o desprecio a los soldados alemanes, creo que también quiere estrangular a más de uno y a diferencia de mí cuando todo este termine de un modo o de otro creo que ella no se va a quedar con las ganas, el cáliz del agua de jade se supone que si bebes de el te concede súper poderes, o una salud inmortal, o la inmortalidad, no se sabe a ciencia cierta, yo soy un incrédulo, no me creo nada, solo quiero recuperar mi salud, regresar a casa con la familia y descansar un poco de tantos dolores, pero Isthar tiene una fe inquebrantable, no quiere que nadie toque el templo y mucho menos pueda beber del cáliz, no sé como será una Diosa, o como era Astarté, pero Isthar es lo más parecido que debe existir a una diosa.

 

– Eres un hombre bueno Arthur, mereces que te sucedan solo cosas buenas, con un poco de fe la buena diosa mejorará tu salud.

 

– Gracias, ojalá te oiga.

 

– Sé que me oye, y te tengo presente en mis oraciones.

 

– Gracias, eres un sol de mujer, serás una gran reina.

 

– Mañana acabará todo.

 

– Aún no hemos encontrado el templo y no sé cuanto más nos va a llevar.

 

– Mañana acabará todo, o será el principio del fin de esta pesadilla, lo siento en los huesos, no puedo explicarlo, mi madre era una hechicera, la sacerdotisa de la diosa, ella veía cosas, hablaba otras lenguas cuando hablaba con Astarté, entraba en trance y bailaba, no puedo explicarlo con palabras Arthur, sé que pensarás que estoy loca, no tengo esa magia que tenía mi madre, pero puedo sentir o presentir ciertas cosas.

 

– No estás loca, te creo Isthar, tú también mereces que te sucedan solo cosas buenas.

 

– Gracias, ¿ya vas a descansar?

 

– Sí, te veo en sueños.

 

– Descansa mi explorador valiente.

 

– Buenas noches princesa.

 

Arthur era su explorador valiente, un hombre débil y enfermizo que estaba en medio de una cruzada que no comprendía por el amor de su familia, sufría fuertes dolores y aun así cada noche a la luz de una vela o de las estrellas le leía un poema, o un cuento, siempre hablando en voz baja, con finos modales, sabía como calmar el infierno que llevaba en su interior, sabía como hacerle reír como robarle una sonrisa, dentro de poco ella sería la reina del desierto, la reina de los Isibiyies pues su padre el buen rey estaba muy enfermo y no le quedaba mucho tiempo de vida, no tuvo hijos varones, ni más mujeres, solo a ella, extrañaba su compañía poder enredar sus dedos en su espesa barba blanca y rozar su frente con un beso de buenas noches, seguro estaba sufriendo por ella, los extranjeros lo tendrán que pagar y se imaginaba con su espada sarracena abriéndoles el pecho en dos, tuvo un sueño raro, no se lo contó todo a Arthur pues en el sueño se los tragaba la oscuridad más absoluta, pero sentía en sus huesos que algo iba a pasar muy pronto, miraba como Arthur dormía como un bendito, cansado, agotado por dentro y por fuera, y oraba para que la diosa pudiera sanar todas sus heridas porque era un buen hombre que merecía ser feliz, y rezando por su compañero de fatigas y aventuras que le había robado más que una sonrisa, le había robado el corazón, se quedó dormida, soñando con su poesía.

La tormenta de arena desapareció de golpe, tal como vino de repente del mismo modo se esfumó, dejando un cielo azul celeste limpio de nubes y un sol enorme y abrasador, por arte de magia, la misma magia que provocaba tormentas de arena y las hacia desaparecer, a pocos metros, apareció de la nada una pirámide enorme y de color azul en cuya entrada una estatua gigante de color blanco de la diosa Astarté parecía darles la bienvenida, no aparecía en los mapas, no la vieron en el horizonte, es como si la tormenta de arena con sus violentos vientos la hubiese traído, como si el desierto la hubiese escupido de sus mismas entrañas, el templo azul de Astarté estaba ante sus ojos como un coloso, con sus misterios y sus leyendas intactos e invencibles al paso del tiempo, algo salía de la oscuridad de aquella puerta abierta, un sonido para ahuyentar a los osados que quisieran entrar, una brisa que no prometía nada bueno a quien quisiera penetrar en su interior, el temor se adueñó del corazón de los soldados, de la princesa, y de todos sin excepción, solo Snipeworten parecía no tener miedo, y formó una expedición en pocos minutos para adentrarse en el gran templo y beber del cáliz del agua de jade antes de llevárselo a Berlín, caminaron durante un largo rato por pasillos estrechos y mal iluminados con la luz de unas antorchas encendidas en las paredes, a lo lejos se atisbaba una luz cálida y amarilla como indicándoles el final del camino, las galerías dejaban de ser tan angostas y se iban ensanchando, por dentro la pirámide parecía ser siete veces mayor de lo que se veía desde fuera, un sonido sordo a la espalda los detuvo un momento y les hizo girar a todos sobre sus pasos, un sudor frio les acariciaba la espalda y un miedo en el corazón al pensar que tal vez se hubiese cerrado la puerta y ahora no volverían a ver nunca más la luz del sol, siguieron avanzando hacia aquella luz que se iba haciendo cada vez más grande hasta que la alcanzaron, accedieron a una sala enorme y llena de luz, una luz cálida y luminosa que lo llenaba todo, no se veía el techo, ni se adivinaban el límite de las paredes, parecían estar en medio de un campo, el suelo de mármol con dibujos y siluetas de animales de un color turquesa los distraía, en medio de aquel lugar una fuente enorme como una pila bautismal era el único sonido que se podía escuchar, el chorro caía a borbotones, flanqueada por siete leones asirios alados, un hombre con los ropajes de los antiguos templarios los esperaba con su gran espada cruzada entre sus manos y con millones de cálices en los muros de su espalda, Eric el galo existía, estaban viendo a un fantasma, a su espalda en un gran mueble, entre sus repisas cientos, miles, tal vez millones de cálices, vasos, de oro, de plata, con incrustaciones, con joyas, de cristal, altos, anchos, bajos, de madera, de cerámica, rojos, azules, verdes, amarillos, de todos los colores, el templario, un caballero alto y fuerte con cara de pocos amigos, con su pelo rizado dorado como el sol cayendo sobre sus hombros y sobre su rostro no les quitaba el ojo de encima.

 

– Deme el cáliz del agua de jade y nadie saldrá herido.

 

– No puedo dar lo que no es mío.

 

– Lo respeto, me lo llevaré de todos modos, ¿está en este lugar?

 

– Se encuentra en este lugar

 

– Deme el cáliz o me los llevaré todos.

 

– Yo también estaba perdido, no vi las señales, no vi el cáliz ante mis ojos, no saldrán de aquí.

 

– Eso ya lo veremos, deme el cáliz y el agua de jade o mandaré todo a la mierda.

 

– El cáliz nunca estuvo en este lugar, hasta hoy, y el agua de jade no se puede encontrar donde la buscan, esa fuente es la de la eterna juventud la que buscaba Alejandro, de la que bebió su hija, los tesoros que ven, copas de grandes reyes, Carlo magno, Cesar, Arturo, Ricardo, que más da si ninguno volverá a ver la luz del sol.

 

– Ya me cansé de adivinanzas y de jueguecitos.

 

Snipeworten vacía el cargador de su pistola en el pecho de Eric el galo, los soldados alemanes disparan con sus fusiles y sus ametralladoras en todas direcciones, destrozan la fuente, hacen pedazos todos los cálices, el mueble, millones de pedacitos de cristal caen por todas partes, el silencio se hace cuando han disparado todas sus balas, y en mitad del silencio todo vuelve a su lugar, todo se recompone, la fuente, las estanterías, el cristal, los cálices, todo vuelve a su lugar y a estar como sino hubiese pasado nada, Eric alza la voz, grita como un loco atraviesa con su espada el pecho de Snipeworten y aparecen de la nada doce Erics más que gritan como locos haciendo pedazos a todos los soldados, un amasijo de cuerpos mutilados y de sangre se desparrama por la gran sala quedando solo abrazos Isthar y Arthur, Eric se les acerca, camina despacio, limpia con su túnica la sangre chorreante de su espada, piden clemencia, se arrodillan, soy un caballero templario nunca mataría a un hombre desarmado, y nunca mataría a la sacerdotisa de los Isibiyies, ni a la diosa portadora del cáliz del agua de jade.

 

- Decían los antiguos tántricos y taoístas, que el Yoni de la mujer es el asiento sagrado de la vida, un templo sagrado de amor, placer y éxtasis divino. Ellos afirmaban que el cuerpo femenino, cuando era estimulado desde el amor y la adoración, era capaz de producir ciertos fluidos medicinales que elevaban la consciencia del hombre y le acercaban a Dios. Para los hombres tántricos, hacer brotar el agua de la mujer, el fluido sagrado o néctar de jade como ellos lo llamaban, era sinónimo de recibir toda la energía Shakti sagrada de la tierra; su belleza, sensibilidad, amor y abundancia. Para ello, son necesarias las caricias, el preámbulo amoroso necesita estar cargado de paciencia, dedicación, sutileza, sostén y devoción. Es un rito sagrado que permite al hombre recibir la energía de la Diosa dentro de su propio ser, y fundirse. Y permite a la mujer acceder a las dimensiones más poderosas de amor, apertura, fertilidad y creación. Dios no creó una compañera para Adán, ni para el hombre, eso nos hizo creer el mal que vive en nuestros corazones y a nuestro alrededor, los hombres tienen un tesoro divino y no lo saben, lo tienen al lado o al alcance de la mano y lo buscan en lejanos lugares, y las mujeres quieren ser iguales que los hombres, Dios no la creó para hacer las mismas cosas que hacen los hombres, las creó para hacer aquellas cosas que los hombres no pueden, juntos se sanan, se cuidan, suman, son más fuertes, casi invencibles, el cáliz no es un objeto es el cuerpo de una diosa, el cuerpo de la mujer, y el agua de jade vive dentro de ellas, en lo más profundo de su alma, los Isibiyies no guardan el templo, eso es lo que creen, guardan el cáliz, tú eres el cáliz de agua de jade, como lo será tu hija, como lo será la hija de tu hija, como lo fue tu madre, lástima que no podáis volver a ver la luz del sol mi maldición no me permite dejaros regresar, tendréis que hacerme compañía hasta el fin de vuestros días.

 

La pirámide comenzó a temblar, se estaba hundiendo en las arenas del desierto y del tiempo, Eric el galo desapareció entre las sombras, toda la luz de la sala se apagó, las antorchas de los pasillos, toda luz se esfumó, la oscuridad se lo tragó todo, cuando la pirámide dejó de temblar solo se oía el chorro lejano de la fuente de los leones, el desierto se llevó el templo azul de Astarté a sus entrañas, y los dos enamorados se llevaron el secreto del agua de jade a su tumba de arena como si fuesen antiguos faraones.

 

– Encontraremos una salida Isthar.

 

– No volveremos a ver la luz del sol Arthur.

 

– Ya verás como sí Isthar, Astarté no nos dejará en este lugar.

 

– Cuando salgamos y sea la reina de los Isibiyies te iré a buscar.

 

– Y yo te estaré esperando.

 

– Y mi hija tendrá tus ojos.

 

– Y se llamará Ginebra.

 

– Y será la estrella más bonita del cielo.

 

Los amantes se abrazan en la oscuridad, se besan las lágrimas calientes que resbalan por sus mejillas, van a perder su virginidad uno en brazos del otro, se besan llenos de amor, los dedos de Arthur escriben poesía en caricias en la piel de la princesa, que agarra de la cabeza a Arthur y lo lleva como un muñeco a su cuello, a sus hombros, al calor de su pecho, y lo lleva más y más abajo, abre sus piernas lo hará inmortal, sanará sus heridas con el agua de jade, siente el calor de sus labios y de su alma y sus poros se derrama un manantial, ya no se oye el chorro de la fuente de los leones, solo el jadeo y los gemidos de dos jóvenes y la voz entre cortada de la princesa gritando bebé, bebé, bebé. El silencio los abraza, se hicieron el amor de todas las formas posibles, con ternura, como salvajes, con amor, suspiran abrazados el uno junto al otro, felices y tristes, sin esperanza, no volverán a ver la luz del sol, un ruido los despierta de su letargo un rayo de luz baja desde lo alto, aparecen unas escaleras doradas, se agarran de la mano y comienzan a subir sin descanso, siguen el camino de la luz blanca, llevan horas subiendo las escaleras, si miran hacia abajo ya no se ve nada, las escaleras perdiéndose en la oscuridad de la boca de un lobo, si miran hacia arriba una luz blanca y más escaleras, han podido subir horas, tal vez días, y por fin llegan al final, están en el desierto, las escaleras desaparecen bajo sus pies, Astarté los ha liberado, fuera quedan los restos de una batalla, los camiones y los blindados en llamas, los Isibiyies se tomaron su venganza.

 

– Debo regresar a casa, me voy como princesa y te iré a buscar como reina.

 

– Y te estaré esperando.

 

Se asomó a la balaustrada, la ciudad bullía de gente y de puestos, los niños gritaban jugando entre las calles estrechas, las mujeres se agolpaban en los tenderetes, era verdad que la casa tenía unas increíbles vistas, se podía ver las imponentes y milenarias murallas que la rodeaban antaño, la ciudad tenía un color especial bañada por la luz del sol, aquella ciudad resultaba muy espiritual, todo a su alrededor tenía algo místico, algo mágico que no sabía explicar con palabras, se sentía mejor de salud, los dolores eran mucho más leves y ya podía llevar una vida como un ser humano normal, miró a la entrada de la ciudad la caravana que llegaba con sus caballos y sus camellos, gentes y mercaderías de vivos colores, y fue entonces cuando la vio llegar en un caballo de pelaje blanco como la más pura nieve y corrió a buscarla. La veo llegar a la sala con sus tules y sus gasas, un velo negro que oculta su sonrisa y unos ojos marrones que se llevan todo lo que tengo mi corazón y sus poemas, los brazaletes dorados de sus brazos esbeltos guardianes de las transparencias que cubren su cuerpo, no puedo apartar los ojos de aquella mirada que embruja y hechiza, que acaricia y besa, que vino del desierto para volverme loco, huele a incienso, a fruta fresca y canela, huele a mujer y a una reina de leyenda.

 

Antonio cintas anguas

mapashito

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