agua de jade
Un velo con un tocado de
monedas baña su rostro, acaricia su cuerpo la seda más fina y deja entre ver
unos labios rojos, unos ojos misteriosos una mirada que brilla como una lámpara
mágica que pide por los poros que la acaricien para sacar su genio y concederte
tres deseos, puede hacerte rico con todos sus tesoros, y yo solo quiero uno,
solo pido uno, o en realidad sí son tres, que me quiera de alma, corazón y
pensamiento tan magnifica mujer, la princesa de los Isibiyies es preciosa, es
una fantasía, la miro en los momentos de descanso y pienso que no es de verdad,
es un espejismo, es este sol abrasador que lleva solo la sombra de la muerte
consigo que nubla mi pensamiento y me juega malas pasadas, pero de noche, al
remanso del fresco y de la luz de un millón de estrellas, ya más calmado la
miro y le leo poemas o cuentos donde ella es mi musa sin saberlo, me da paz en
el alma en mis jornadas duras y en mis momentos malos que son muchos, cada vez
más, mi salud es mala desde niño y en este desierto como explorador de sus
carceleros me estoy apagando como una vela, la llevan presa, es cautiva del ejército
nazi, Hitler en su afán de encontrar todas las reliquias del mundo ha enviado a
una partida a buscar el cáliz del agua de jade, y para que los Isibiyies no
fueran un problema y evitar ataques o represalias por profanar sus tierras o el
templo sagrado han secuestrado a la única hija del gran rey, la princesa
Isthar, no se ven, pero están ahí fuera, al acecho, esperando el momento en el
que puedan caer sobre los soldados alemanes y vengar la afrenta, los alemanes
son muchos, fuertemente armados, camiones con soldados, carros de combate, yo
soy el explorador, tuve la desgracia, la mala suerte de aprender el idioma del
pueblo del desierto y soy el único que puede leer unas cartas y un mapa que los
altos mandos del ejército alemán llevan siempre consigo, estoy amenazado de
muerte o de que puedan asesinar a la familia, a mi madre y hermana que están en
la ciudad rezando por mi salud y por un feliz regreso a casa, no sé una mierda
de la leyenda del cáliz del agua de jade, nunca lo había oído y ahora ando
buscando el supuesto templo donde debe estar oculto, el templo de la diosa Astarté,
en el desierto solo hay arena, escorpiones, serpientes y más arena, caminamos
muy despacio, los días se hacen eternos, y mi salud me recuerda con fuertes
dolores que no voy a llegar a viejo, mi padre murió ante mis ojos cuando le
dijo al comandante alemán Snipeworten que se podía meter todo por el culo y el
tipo se lo tomó a mal y le pegó a sangre fría cuatro tiros en el pecho y con el
cuerpo roto en el suelo un quinto disparo de gracia justo entre los ojos, lo
estrangularía con mis manos pero me voy a quedar con las ganas, Isthar sana mis
heridas, las que se ven y las que no se ven, me habla de su pueblo, de su
historia, de sus costumbres, me habla del templo, de su leyenda, que son
guardianes del templo y de todo lo que guarda, que desconocen su verdadera
ubicación para que no pueda ser encontrado, que cuentan los ancianos, que solo
un hombre pudo penetrar en el corazón del templo, un caballero templario Eric
el galo, pero que la colera de Dios no lo dejó salir, y que como castigo su
alma no descansaría jamás y lo mandó ser el protector y el guardián de todos
sus tesoros, si alguien osaba entrar no volvería a ver la luz del sol, y yo me
quedaba dormido con su suave voz, soñando con la luz de sus ojos y de su
sonrisa, soñando con el sabor de su piel y de sus labios rojos, como por arte
de magia nos atrapó una tormenta de arena, una enorme, que lleva dos días con
sus dos noches azotando sin dar un respiro, al menos me sirve para descansar,
para tener un rato para mis pensamientos, para poder disfrutar de la compañía
de la princesa de los Isibiyies, es una mujer fascinante, culta, fuerte, tiene
un aire de hechicera, un aroma a ángel, se mueve como una guerrera y tiene un
genio indomable, es un tigre enjaulado, se le ve en el brillo de los ojos
cuando mira con desdén o desprecio a los soldados alemanes, creo que también
quiere estrangular a más de uno y a diferencia de mí cuando todo este termine
de un modo o de otro creo que ella no se va a quedar con las ganas, el cáliz del
agua de jade se supone que si bebes de el te concede súper poderes, o una salud
inmortal, o la inmortalidad, no se sabe a ciencia cierta, yo soy un incrédulo,
no me creo nada, solo quiero recuperar mi salud, regresar a casa con la familia
y descansar un poco de tantos dolores, pero Isthar tiene una fe inquebrantable,
no quiere que nadie toque el templo y mucho menos pueda beber del cáliz, no sé
como será una Diosa, o como era Astarté, pero Isthar es lo más parecido que
debe existir a una diosa.
– Eres un hombre bueno
Arthur, mereces que te sucedan solo cosas buenas, con un poco de fe la buena
diosa mejorará tu salud.
– Gracias, ojalá te oiga.
– Sé que me oye, y te tengo presente
en mis oraciones.
– Gracias, eres un sol de
mujer, serás una gran reina.
– Mañana acabará todo.
– Aún no hemos encontrado el
templo y no sé cuanto más nos va a llevar.
– Mañana acabará todo, o será
el principio del fin de esta pesadilla, lo siento en los huesos, no puedo
explicarlo, mi madre era una hechicera, la sacerdotisa de la diosa, ella veía
cosas, hablaba otras lenguas cuando hablaba con Astarté, entraba en trance y
bailaba, no puedo explicarlo con palabras Arthur, sé que pensarás que estoy
loca, no tengo esa magia que tenía mi madre, pero puedo sentir o presentir
ciertas cosas.
– No estás loca, te creo
Isthar, tú también mereces que te sucedan solo cosas buenas.
– Gracias, ¿ya vas a
descansar?
– Sí, te veo en sueños.
– Descansa mi explorador
valiente.
– Buenas noches princesa.
Arthur era su explorador
valiente, un hombre débil y enfermizo que estaba en medio de una cruzada que no
comprendía por el amor de su familia, sufría fuertes dolores y aun así cada
noche a la luz de una vela o de las estrellas le leía un poema, o un cuento,
siempre hablando en voz baja, con finos modales, sabía como calmar el infierno
que llevaba en su interior, sabía como hacerle reír como robarle una sonrisa,
dentro de poco ella sería la reina del desierto, la reina de los Isibiyies pues
su padre el buen rey estaba muy enfermo y no le quedaba mucho tiempo de vida,
no tuvo hijos varones, ni más mujeres, solo a ella, extrañaba su compañía poder
enredar sus dedos en su espesa barba blanca y rozar su frente con un beso de
buenas noches, seguro estaba sufriendo por ella, los extranjeros lo tendrán que
pagar y se imaginaba con su espada sarracena abriéndoles el pecho en dos, tuvo
un sueño raro, no se lo contó todo a Arthur pues en el sueño se los tragaba la
oscuridad más absoluta, pero sentía en sus huesos que algo iba a pasar muy
pronto, miraba como Arthur dormía como un bendito, cansado, agotado por dentro
y por fuera, y oraba para que la diosa pudiera sanar todas sus heridas porque
era un buen hombre que merecía ser feliz, y rezando por su compañero de fatigas
y aventuras que le había robado más que una sonrisa, le había robado el corazón,
se quedó dormida, soñando con su poesía.
La tormenta de arena
desapareció de golpe, tal como vino de repente del mismo modo se esfumó,
dejando un cielo azul celeste limpio de nubes y un sol enorme y abrasador, por
arte de magia, la misma magia que provocaba tormentas de arena y las hacia
desaparecer, a pocos metros, apareció de la nada una pirámide enorme y de color
azul en cuya entrada una estatua gigante de color blanco de la diosa Astarté
parecía darles la bienvenida, no aparecía en los mapas, no la vieron en el
horizonte, es como si la tormenta de arena con sus violentos vientos la hubiese
traído, como si el desierto la hubiese escupido de sus mismas entrañas, el
templo azul de Astarté estaba ante sus ojos como un coloso, con sus misterios y
sus leyendas intactos e invencibles al paso del tiempo, algo salía de la
oscuridad de aquella puerta abierta, un sonido para ahuyentar a los osados que
quisieran entrar, una brisa que no prometía nada bueno a quien quisiera
penetrar en su interior, el temor se adueñó del corazón de los soldados, de la
princesa, y de todos sin excepción, solo Snipeworten parecía no tener miedo, y
formó una expedición en pocos minutos para adentrarse en el gran templo y beber
del cáliz del agua de jade antes de llevárselo a Berlín, caminaron durante un
largo rato por pasillos estrechos y mal iluminados con la luz de unas antorchas
encendidas en las paredes, a lo lejos se atisbaba una luz cálida y amarilla como
indicándoles el final del camino, las galerías dejaban de ser tan angostas y se
iban ensanchando, por dentro la pirámide parecía ser siete veces mayor de lo
que se veía desde fuera, un sonido sordo a la espalda los detuvo un momento y
les hizo girar a todos sobre sus pasos, un sudor frio les acariciaba la espalda
y un miedo en el corazón al pensar que tal vez se hubiese cerrado la puerta y
ahora no volverían a ver nunca más la luz del sol, siguieron avanzando hacia
aquella luz que se iba haciendo cada vez más grande hasta que la alcanzaron,
accedieron a una sala enorme y llena de luz, una luz cálida y luminosa que lo
llenaba todo, no se veía el techo, ni se adivinaban el límite de las paredes,
parecían estar en medio de un campo, el suelo de mármol con dibujos y siluetas
de animales de un color turquesa los distraía, en medio de aquel lugar una
fuente enorme como una pila bautismal era el único sonido que se podía
escuchar, el chorro caía a borbotones, flanqueada por siete leones asirios
alados, un hombre con los ropajes de los antiguos templarios los esperaba con
su gran espada cruzada entre sus manos y con millones de cálices en los muros
de su espalda, Eric el galo existía, estaban viendo a un fantasma, a su espalda
en un gran mueble, entre sus repisas cientos, miles, tal vez millones de
cálices, vasos, de oro, de plata, con incrustaciones, con joyas, de cristal,
altos, anchos, bajos, de madera, de cerámica, rojos, azules, verdes, amarillos,
de todos los colores, el templario, un caballero alto y fuerte con cara de
pocos amigos, con su pelo rizado dorado como el sol cayendo sobre sus hombros y
sobre su rostro no les quitaba el ojo de encima.
– Deme el cáliz del agua de
jade y nadie saldrá herido.
– No puedo dar lo que no es
mío.
– Lo respeto, me lo llevaré
de todos modos, ¿está en este lugar?
– Se encuentra en este lugar
– Deme el cáliz o me los
llevaré todos.
– Yo también estaba perdido,
no vi las señales, no vi el cáliz ante mis ojos, no saldrán de aquí.
– Eso ya lo veremos, deme el
cáliz y el agua de jade o mandaré todo a la mierda.
– El cáliz nunca estuvo en
este lugar, hasta hoy, y el agua de jade no se puede encontrar donde la buscan,
esa fuente es la de la eterna juventud la que buscaba Alejandro, de la que
bebió su hija, los tesoros que ven, copas de grandes reyes, Carlo magno, Cesar,
Arturo, Ricardo, que más da si ninguno volverá a ver la luz del sol.
– Ya me cansé de adivinanzas
y de jueguecitos.
Snipeworten vacía el cargador
de su pistola en el pecho de Eric el galo, los soldados alemanes disparan con
sus fusiles y sus ametralladoras en todas direcciones, destrozan la fuente,
hacen pedazos todos los cálices, el mueble, millones de pedacitos de cristal
caen por todas partes, el silencio se hace cuando han disparado todas sus
balas, y en mitad del silencio todo vuelve a su lugar, todo se recompone, la
fuente, las estanterías, el cristal, los cálices, todo vuelve a su lugar y a
estar como sino hubiese pasado nada, Eric alza la voz, grita como un loco
atraviesa con su espada el pecho de Snipeworten y aparecen de la nada doce
Erics más que gritan como locos haciendo pedazos a todos los soldados, un
amasijo de cuerpos mutilados y de sangre se desparrama por la gran sala
quedando solo abrazos Isthar y Arthur, Eric se les acerca, camina despacio,
limpia con su túnica la sangre chorreante de su espada, piden clemencia, se
arrodillan, soy un caballero templario nunca mataría a un hombre desarmado, y
nunca mataría a la sacerdotisa de los Isibiyies, ni a la diosa portadora del
cáliz del agua de jade.
- Decían los antiguos tántricos y taoístas, que el Yoni de la
mujer es el asiento sagrado de la vida, un templo sagrado de amor, placer y
éxtasis divino. Ellos afirmaban que el cuerpo femenino, cuando era estimulado
desde el amor y la adoración, era capaz de producir ciertos fluidos medicinales
que elevaban la consciencia del hombre y le acercaban a Dios. Para los hombres
tántricos, hacer brotar el agua de la mujer, el fluido sagrado o néctar de jade
como ellos lo llamaban, era sinónimo de recibir toda la energía Shakti sagrada
de la tierra; su belleza, sensibilidad, amor y abundancia. Para ello, son
necesarias las caricias, el preámbulo amoroso necesita estar cargado de
paciencia, dedicación, sutileza, sostén y devoción. Es un rito sagrado que
permite al hombre recibir la energía de la Diosa dentro de su propio ser, y
fundirse. Y permite a la mujer acceder a las dimensiones más poderosas de amor,
apertura, fertilidad y creación. Dios no creó una compañera para Adán, ni para
el hombre, eso nos hizo creer el mal que vive en nuestros corazones y a nuestro
alrededor, los hombres tienen un tesoro divino y no lo saben, lo tienen al lado
o al alcance de la mano y lo buscan en lejanos lugares, y las mujeres quieren
ser iguales que los hombres, Dios no la creó para hacer las mismas cosas que
hacen los hombres, las creó para hacer aquellas cosas que los hombres no
pueden, juntos se sanan, se cuidan, suman, son más fuertes, casi invencibles,
el cáliz no es un objeto es el cuerpo de una diosa, el cuerpo de la mujer, y el
agua de jade vive dentro de ellas, en lo más profundo de su alma, los Isibiyies
no guardan el templo, eso es lo que creen, guardan el cáliz, tú eres el cáliz
de agua de jade, como lo será tu hija, como lo será la hija de tu hija, como lo
fue tu madre, lástima que no podáis volver a ver la luz del sol mi maldición no
me permite dejaros regresar, tendréis que hacerme compañía hasta el fin de
vuestros días.
La pirámide comenzó a temblar, se estaba hundiendo
en las arenas del desierto y del tiempo, Eric el galo desapareció entre las
sombras, toda la luz de la sala se apagó, las antorchas de los pasillos, toda
luz se esfumó, la oscuridad se lo tragó todo, cuando la pirámide dejó de
temblar solo se oía el chorro lejano de la fuente de los leones, el desierto se
llevó el templo azul de Astarté a sus entrañas, y los dos enamorados se
llevaron el secreto del agua de jade a su tumba de arena como si fuesen
antiguos faraones.
– Encontraremos una salida Isthar.
– No volveremos a ver la luz del sol Arthur.
– Ya verás como sí Isthar, Astarté no nos
dejará en este lugar.
– Cuando salgamos y sea la reina de los
Isibiyies te iré a buscar.
– Y yo te estaré esperando.
– Y mi hija tendrá tus ojos.
– Y se llamará Ginebra.
– Y será la estrella más bonita del cielo.
Los amantes se abrazan en la oscuridad, se
besan las lágrimas calientes que resbalan por sus mejillas, van a perder su
virginidad uno en brazos del otro, se besan llenos de amor, los dedos de Arthur
escriben poesía en caricias en la piel de la princesa, que agarra de la cabeza
a Arthur y lo lleva como un muñeco a su cuello, a sus hombros, al calor de su
pecho, y lo lleva más y más abajo, abre sus piernas lo hará inmortal, sanará
sus heridas con el agua de jade, siente el calor de sus labios y de su alma y
sus poros se derrama un manantial, ya no se oye el chorro de la fuente de los
leones, solo el jadeo y los gemidos de dos jóvenes y la voz entre cortada de la
princesa gritando bebé, bebé, bebé. El silencio los abraza, se hicieron el amor
de todas las formas posibles, con ternura, como salvajes, con amor, suspiran
abrazados el uno junto al otro, felices y tristes, sin esperanza, no volverán a
ver la luz del sol, un ruido los despierta de su letargo un rayo de luz baja
desde lo alto, aparecen unas escaleras doradas, se agarran de la mano y
comienzan a subir sin descanso, siguen el camino de la luz blanca, llevan horas
subiendo las escaleras, si miran hacia abajo ya no se ve nada, las escaleras
perdiéndose en la oscuridad de la boca de un lobo, si miran hacia arriba una
luz blanca y más escaleras, han podido subir horas, tal vez días, y por fin
llegan al final, están en el desierto, las escaleras desaparecen bajo sus pies,
Astarté los ha liberado, fuera quedan los restos de una batalla, los camiones y
los blindados en llamas, los Isibiyies se tomaron su venganza.
– Debo regresar a casa, me voy como princesa y
te iré a buscar como reina.
– Y te estaré esperando.
Se asomó a la balaustrada, la ciudad bullía de
gente y de puestos, los niños gritaban jugando entre las calles estrechas, las
mujeres se agolpaban en los tenderetes, era verdad que la casa tenía unas
increíbles vistas, se podía ver las imponentes y milenarias murallas que la
rodeaban antaño, la ciudad tenía un color especial bañada por la luz del sol,
aquella ciudad resultaba muy espiritual, todo a su alrededor tenía algo
místico, algo mágico que no sabía explicar con palabras, se sentía mejor de
salud, los dolores eran mucho más leves y ya podía llevar una vida como un ser
humano normal, miró a la entrada de la ciudad la caravana que llegaba con sus
caballos y sus camellos, gentes y mercaderías de vivos colores, y fue entonces
cuando la vio llegar en un caballo de pelaje blanco como la más pura nieve y
corrió a buscarla. La veo llegar a la
sala con sus tules y sus gasas, un velo negro que oculta su sonrisa y unos ojos
marrones que se llevan todo lo que tengo mi corazón y sus poemas, los
brazaletes dorados de sus brazos esbeltos guardianes de las transparencias que
cubren su cuerpo, no puedo apartar los ojos de aquella mirada que embruja y
hechiza, que acaricia y besa, que vino del desierto para volverme loco, huele a
incienso, a fruta fresca y canela, huele a mujer y a una reina de leyenda.
Antonio cintas anguas
mapashito
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