LA SOMBRA DEL VIENTO
tomé el paquete que yo mismo había preparado la noche anterior, un par de Rilkes y un ensayo apócrifo atribuido a Ortega en torno a las tapas y la profundidad del sentir nacional, y dejé a Fermín y a mi padre entregados a su debate de usos y costumbres.
Hacía un día espléndido, con un cielo azul de bandera y una brisa limpia y fresca que olía a otoño y a mar. Mi Barcelona favorita siempre fue la de octubre, cuando le sale el alma a pasear y uno se hace más sabio con sólo beber de la fuente de canaletas, que durante esos días, de puro milagro, no sabe ni a cloro.
Avanzaba a paso ligero, sorteando limpiabotas, chupatintas que volvían del cafelito de media mañana, vendedores de lotería y un ballet de barrenderos que parecían estar puliendo la ciudad a pincel, sin prisa y con trazo puntillista.
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